MI KIT DE MASCULINIDAD
DR. JOSÉ FÉLIX ROJO CANDELAS
SNTSA 37
11 agosto 2025

“La masculinidad no consiste en la fanfarronería, la bravuconería o la soledad. Consiste en atreverse a hacer lo correcto y afrontar las consecuencias, ya sea en cuestiones sociales, políticas o de otro tipo. Consiste en hechos, no en palabras”.
Mahatma Gandhi.
Seguramente tú -al igual que yo- siendo varón, escuchaste muchas veces frases como éstas:
“Los hombres no lloran.”
“Tú tienes que ser el fuerte.”
“Si no mandas, no vales.”
“Un verdadero hombre es un buen proveedor”
“Demuestra que eres hombre.”
Y es que, tradicionalmente, a los varones se nos ha exigido ajustarnos a un “molde” que parece imposible de evitar, y que idealiza al hombre líder, fuerte, proveedor, inquebrantable, siempre valiente, competitivo, incapaz de mostrar emociones, y que jamás puede equivocarse.
Pero ser hombre no es solamente una cuestión biológica; es una manera de ser que se construye desde la cultura, la familia, la sociedad. Por eso no lo cuestionamos y terminamos repitiendo patrones: Educamos a nuestras niñas como princesas, siguiendo la idea de que ellas deben ser sumisas, delicadas, y esperar ser rescatadas por un “príncipe azul”. Mientras tanto, adiestramos a nuestros niños como súper héroes, y desde pequeños les cargamos con la responsabilidad de ser fuertes, hábiles, violentos, proveedores, insensibles.
No se me malinterprete. No estoy diciendo que sea malo tratar con delicadeza a las niñas, o animar a los niños a destacar en los deportes. Lo malo es cuando detrás de ello escondemos la idea de desigualdad, de superioridad de ellos frente a ellas, como si fuera un principio de origen que no solo limita a las mujeres, sino que además se aplica contra los “otros”: los de ideologías políticas o religiosas distintas a la mía, los adultos mayores, la comunidad LGBT, las personas con discapacidad, las personas migrantes.
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Y mientras la idea de feminidad ha variado dramáticamente, la ideología de la masculinidad no ha cambiado en los últimos 50 años; y al contrario, vemos con horror que recientemente vuelve a retomar fuerza, empujada por líderes políticos, religiosos o de opinión.
Garantizar el derecho de las mujeres a la igualdad de oportunidades es fundamental para que, tanto mujeres como hombres, ejercitemos la libertad de elección, es decir, la libertad de ser y hacer en un mundo en el que lo femenino no sea sinónimo de debilidad, exclusión o cosificación.
Desde niños se nos enseñó que los hombres tienen que ser duros y fuertes, tienen que ser valientes, dominadores, que no tienen dolores ni emociones (a excepción de la ira) y, definitivamente, no tienen miedo; que los hombres mandan, o sea que las mujeres no; que los hombres guían y que ellas deberían seguir simplemente lo que decimos; que los hombres son superiores, las mujeres inferiores; que los hombres son fuertes y las mujeres débiles; que las mujeres valen menos, son propiedad del hombre, servidoras, objetos, sobre todo objetos sexuales.
A esa idealización colectiva de los hombres la llamaremos “kit de masculinidad”. Este kit contiene todos los ingredientes de lo que definimos como “hombre”. Primero debemos aclarar que, sin lugar a duda, hay algo maravilloso -absolutamente maravilloso- en ser hombres. Pero al mismo tiempo hay que entender que algunas cosas se han salido de cauce. Y realmente tenemos que empezar a tomárnoslo en serio y reflexionar para llegar a deconstruir, a redefinir nuestra idea de masculinidad.
Cada hombre cuenta con un kit, una caja de herramientas, que nos han entregado desde la infancia. Dentro de ese kit están ideas, creencias, reglas y expectativas sobre cómo “debe ser” un hombre. Algunas herramientas han sido útiles y nos han hecho crecer; otras, en cambio, pueden habernos pesado, habernos herido o incluso, sin querer, haber lastimado a otras personas.
¿De dónde vienen esas herramientas? ¿Me ayudan a vivir con plenitud, a ejercer mis derechos, a cuidar de mi salud y mi dignidad? ¿O me limitan, me aíslan, me llenan de exigencias imposibles o me alejan del cariño y la empatía?
En realidad, la cultura machista afecta a todas las personas. A las mujeres, a quienes muchas veces limita y violenta. Pero también a nosotros, los varones, pues nos exige sacrificar nuestra salud, esconder nuestros sentimientos, negar el derecho al autocuidado, la ternura y la
vulnerabilidad. Nos pide ser “duros como un roble”, “nada de mariconadas”, “demuestra tu valor a toda costa”, “no muestres debilidad”.
Y nos lo aprendimos de memoria… aunque nos doliera.
Este machismo no es solo una teoría: es una realidad que impacta la salud física, mental y emocional. Los varones tenemos tasas más altas de suicidio, de adicciones, de accidentes laborales, de enfermedades prevenibles, de padecimientos cardíacos, precisamente porque muchas veces no nos damos permiso para pedir ayuda, para hablar de lo que nos duele, para expresar miedo, tristeza o soledad.
Nos han hecho creer que ser hombre significa dominar, controlar, callar emociones, negar la ternura, rechazar el miedo, y muchas veces, pasar por encima del otro. Especialmente de las mujeres. Nos enseñaron que, si algo huele a “femenino”, es señal de debilidad.
¿Y qué es lo más cruel? Que esa visión de masculinidad no sólo ha herido a las mujeres… Nos ha herido también a los varones.
¿Cuántos de nosotros tenemos miedo de abrazar a otro hombre?
¿Cuántos quisiéramos hablar de lo que sentimos, pero no sabemos cómo?
¿Cuántos crecimos sin la voz de un padre amoroso, pero con la mano dura del “usted se aguanta porque es hombre”?
¿Cuántos postergamos ir al médico, negando que lo necesitemos, porque en realidad tenemos miedo de vernos vulnerables?
Estoy convencido de que es necesario para poder sanar, que todos nos demos la oportunidad de repensar nuestras actitudes, ya que ninguno podría presumir de estar libre de este pecado machista. Con mucha vergüenza confieso una de esas muchas posturas erróneas de las que hoy me arrepiento terriblemente:
Tengo una hija y un hijo: Majo y Max. Tienen 26 y 25 años. Ahora ambos son independientes y viven lejos de León. Recuerdo que cuando tenían unos 5 y 6 años -y hasta la fecha- Majo se acercaba a mí, vendría llorando. No importaba el motivo por el que lloraba ella se sentaba en mis piernas, moqueaba en mi manga, lloraba, lloraba con ganas… Papá está aquí. Eso es lo que importa.
Y Max por otro lado, también venía llorando y tan pronto como lo escuchaba llorar se me activaba un “machómetro” interno. Le daba al niño quizá unos 30 segundos, el tiempo que tardaba en venir a mí, y ya le estaba diciendo algo como: “¿Por qué lloras? Levanta la cabeza. Mírame. Explícame cuál es el problema. No logro entenderte. ¿Por qué estás llorando?” Y preso de mi propia frustración, de mi rol y responsabilidad para educarlo como a un hombre, para encajar en estas reglas y estas estructuras que definen el ser hombre, me encontré a mí mismo diciendo cosas como: “Ve a tu cuarto, quédate allí. Siéntate hasta que se te pase, y luego ven a contarme cuando puedas hablar como un…” (¿Qué?) “como un hombre”. Y tenía sólo 5 años.
¿Cinco años y ya le estaba exigiendo ser duro, valiente, fuerte… como si ser niño no le alcanzara? Con el tiempo llegué a preguntarme “Dios mío, ¿qué me pasa? ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué lo hago?” Y entonces me acordé. Me acordé de mi padre…
A mis cinco o seis años tuvimos una experiencia familiar muy triste. Mi tío José Luis murió. El entierro fue en un lugar llamado Tula, Hidalgo, a unas 4 o 5 horas de distancia de León. Y cuando ya regresábamos del entierro, nos detuvimos en una gasolinería para pasar al baño antes de emprender el largo viaje hacia casa. La camioneta quedó vacía. Bajaron mi madre y mis hermanas. Pero quedamos mi padre y yo. Y tan pronto como se bajaron, él empezó a llorar. No quería llorar delante de mí. Pero sabía que no lo iba a hacer en el camino de regreso y era mejor que lo viera yo, que permitirse expresar estos sentimientos y emociones delante de las mujeres. Y éste era un hombre que hacía unos minutos había enterrado a su pariente; algo que yo ni siquiera puedo imaginar. Lo que más me impactó fueron sus disculpas por llorar delante de mí. Y al mismo tiempo, me felicitaba, me alababa, por no llorar.
Ahora llego a ver esto como ese miedo que tenemos los hombres, ese temor que nos paraliza, que nos hace rehenes de este “kit masculino”. Recuerdo haber escuchado a un par de niños de unos 12 años, jugadores de fútbol, y uno le preguntó al otro: “¿Cómo te sentiste cuando… delante del equipo… el entrenador te dijo que jugaste como una niña?” Yo esperaba que él dijera algo como que estaría triste, furioso, enojado o algo así. No, el niño le dijo: “Me destruyó”. Y pensé para mis adentros: “Dios, si lo destruyó que lo llamen niña, ¿qué es lo que le estamos enseñando sobre las niñas?”
Desde las estructuras sociales se nos enseña a menospreciar a las mujeres, a verlas como propiedad y objeto de los hombres. Y ésta es una ecuación que inevitablemente lleva a la violencia contra la mujer. Porque la gran mayoría de los hombres pensamos y actuamos siguiendo esta conciencia colectiva. Aunque no estemos de acuerdo con ella, una y otra vez repetimos esos patrones. Por eso tenemos que llegar a entender que el menosprecio, la propiedad y la cosificación son la base; y la violencia no puede ocurrir sin eso. Por eso somos gran parte de la solución, así como del problema. La Secretaría de Salud ha reconocido que la violencia masculina contra las mujeres ya es epidémica; es el problema de salud principal de las mujeres, en el país y en el extranjero.
Pero la masculinidad no es algo fijo ni definitivo. Es algo que sí se puede modificar. Para ello necesitamos repensar nuestros comportamientos, así como trabajar juntos en la manera de criar a los hijos y de enseñarles a ser hombres; necesitamos decirles que está bien no ser dominantes, que está bien tener sentimientos y emociones, que está bien promover la igualdad, que está bien tener mujeres que sean solo amigas, que está bien ser íntegro, que nuestra liberación como hombres está profundamente ligada a su liberación como mujeres.
El problema no son los hombres sino la definición tradicional de masculinidad, la cual heredamos e incorporamos a nuestras vidas, aunque finalmente nos deje una sensación de vacío.
Afortunadamente, no todo está perdido. Hay algo maravilloso en ser hombres:
Nuestra capacidad de proteger sin dominar.
Nuestra fuerza, no para aplastar, sino para sostener.
Nuestra valentía, no para agredir, sino para pedir ayuda cuando la necesitamos.
Nuestra paternidad, que no es ser exclusivamente proveedor, sino también guía, abrazo, contención.
Nuestra amistad entre hombres, que puede ser leal, cálida, libre de competencia tóxica.
Necesitamos construir un nuevo kit. Uno que incluya:
La libertad de llorar sin vergüenza.
La capacidad de escuchar sin juzgar.
La disposición de pedir perdón.
La valentía de amar con ternura.
El compromiso de ver a las mujeres como iguales.
Y la certeza de que la dignidad no tiene género.
Lo cierto es que los derechos humanos: el del respeto a la dignidad, a la salud, al autocuidado, a la participación, al disfrute de la vida, nos pertenecen a todas las personas. Los varones también tenemos derecho a ser escuchados, comprendidos, a mostrarnos sensibles, a tener miedo y a buscar apoyo. Reconocer esto no nos hace menos hombres; al contrario, nos hace más humanos.
Los derechos humanos son instrumentos de defensa para las mujeres, para las minorías, para todos los grupos. Y también para los hombres:
Tenemos derecho a expresar lo que sentimos.
Tenemos derecho a no encajar en el molde.
Tenemos derecho a vivir relaciones sanas.
Tenemos derecho a liberarnos del machismo.
Y, sobre todo, tenemos el derecho de sanar, de cuestionar lo aprendido, de ser parte de la solución.
Porque como hombres, como trabajadores de la salud, como padres, como hijos, como hermanos, como amigos… somos responsables de cambiar esta historia.
Paz y bien.